Estudiante
La polarización
política del globo, especialmente intensa en las últimas semanas, ha despertado
viejos fantasmas de la larga y angustiosa Guerra Fría. El resurgimiento de la
crispación en Ucrania, ante la invasión rusa, y la posibilidad de contagio a
otros lugares advierte, Dios quiera que no, el estallido de un nuevo conflicto
por la hegemonía mundial. Si bien es cierto que los protagonistas son
básicamente los mismos, la circunstancia de los beligerantes es, lógicamente,
muy distinta.
Después del
estrepitoso fracaso del comunismo, la nueva Federación Rusa se vio obligada a
acometer notables cambios en materia política y económica. Entre algunas
medidas, se levantó la censura a la prensa, se permitió someter a referéndum la
posibilidad de independencia de las repúblicas miembro de la otrora Unión
Soviética, se dio una apertura al comercio exterior y se disminuyó el abultado
gasto público. Para salvar el barco del naufragio, el viejo paladín del
comunismo llevó adelante una serie de agresivas reformas de orientación
liberal.
No obstante, la
transición rusa fue liderada por los herederos de la oligarquía del viejo
régimen, enriquecida con la dialéctica marxista y la esperanza de los más
desfavorecidos. Por ello, no es de extrañar que en el proceso privatizador los
mismos directivos de las maltrechas empresas públicas se hayan convertido en
sus nuevos dueños. A pesar de todo, es innegable que hoy en día Rusia es un
país distinto: más moderno, más competitivo, con más libertades y con una
relativa prosperidad económica causada en parte por alza en los precios del
petróleo.
Aún así, es
importante señalar que, en esencia, Rusia no es muy distinta a la de hace unas
décadas; sigue contando con un poder estatal intruso en la esfera económica,
rigiendo en aquel ámbito un capitalismo de Estado y, no como algunos dicen, un
liberalismo económico. En lo político, el presidente Putin ha resucitado al
viejo fantasma de la confrontación entre el poder ejecutivo y legislativo,
dañando progresivamente la independencia de poderes. Y en lo social, la
intolerancia hacia minorías, como los homosexuales, los musulmanes y los
contrincantes políticos, es parte de la dinámica diaria.
En el lado opuesto, Estados Unidos y sus
aliados europeos se enfrentan a serios dilemas internos. La crisis económica,
especialmente larga y dura en el viejo continente, ha puesto en entredicho la
viabilidad de la unión monetaria y ha mostrado notables signos de debilidad y
agotamiento. Sin embargo, es justo reconocer que los pronósticos más catastrofistas
no se han cumplido, pero eso sí, no cabe duda de que el problema es
estructural, pues la inestabilidad ha originado el rebrote de variables que se
creían derrotadas, como el racismo, las opciones políticas extremistas y los
euroescépticos.
Asimismo, Estados
Unidos ha sufrido un importante desgaste en su prestigio y en sus relaciones con
sus socios más cercanos. El espionaje al que estaban sometidas grandes
potencias como Alemania, Francia o el Reino Unido, despertó grandes recelos. Todos
son conscientes de que el espionaje es parte del sucio quehacer de los Estados,
el problema radica en ser descubierto. A esto hay que añadir un evidente
debilitamiento económico; a pesar del sostenido crecimiento existen síntomas de
desaceleración y, la deuda pública cada vez genera más dudas acerca de su
sostenibilidad.
En este contexto,
aparentemente poco oportuno, Estados Unidos pondrá a prueba su liderazgo. Los fervientes
deseos aperturistas de muchos ucranianos y el despertar de una rejuvenecida
maquinaria rusa están a punto de enfrentarse y el desencadenante puede ser
dramático. Ciertamente lo que está en juego es de capital relevancia: ante el
posible conflicto Europa arriesga su seguridad energética, ya que el 35%
proviene de Rusia, pero ésta tendría que pensar cautelosamente si corta el
suministro, pues la exportación a Europa supone el 24% de sus ventas.
Tampoco hay que
subestimar el valor simbólico del botín, que puede suponer una nueva era de
expansión rusa en Europa del Este y un cambio en la balanza del poder político.
Además, para los nacionalistas rusos Ucrania es considerada una pieza fundamental
en el mapa geoestratégico. En estos momentos de incertidumbre se comprueba que
el orden mundial es mucho más débil de lo que se piensa y la institucionalidad
imperante no es más que una serie de bienintencionadas declaraciones y
compromisos que a la hora de la verdad nadie cumple. Esperemos que la presión
diplomática y económica sea lo suficientemente efectiva como para evitar más
violaciones al derecho internacional sin la necesidad de violencia.
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